domingo, 1 de noviembre de 2009

Alimento de la noche

Incontables gotas de lluvia habían caído sobre el suelo en esa profunda y solitaria noche, alimentando las raíces de los árboles que rodeaban el lugar. Y allí entre los árboles y sobre el empedrado del parque caminaba un hombre, solitario, dejando que la noche le impregnara su esencia sobre la chaqueta, sobre el pantalón, en los ojos, en la percepción; andaba embriagado de noche y de licor. El cielo se mostraba frío, nublado, ocultando la luna de la mirada de aquellos tan curiosos como para buscarla, y los pasos sobre el empedrado mojado retumbaban en eco sobre las bancas vacías, así como retumbaban en su cabeza las palabras de su luz, que al haberse apagado lo inclinaban a buscar y ver la oscuridad con vehemencia. De pronto en una de las bancas vacías vio algo como una luz, extraña, como si la luna hubiera descendido esa noche y se hubiera sentado en esa banca y adquirido forma de mujer, su contorno se definía mejor mientras se acercaba, tenía un vestido oscuro, la piel pálida, y algo así como rayos de luz dorados brotaban de su cabeza a manera de cabello, acariciaban su cara y aterrizando sobre los hombros, sostenían su figura en orden. Por su cara bajaban cristales de llanto, depositándose luego en un pañuelo que permanecía en su mano para tal fin; la imagen de aquel ser con llanto en su rostro era la herida nueva que amenazaba con matar toda la belleza de la noche de un solo golpe. Nuestro caballero, Pablo, seguía acercándose cada vez más curioso, sintiendo empatía con el dolor de aquella mujer, cada paso era una penitencia que le ayudaba a limpiar su alma, y a su vez, cada segundo era como mirar el sol intentando descifrar el dibujo que se esconde en el interior del astro. La flor de luna que lloraba solitaria, se enteró de que la observaban, levantó su cara y dirigió su par de joyas en dirección de Pablo, quien se detuvo en el acto herido de muerte por su mirada. Sus ojos eran particularmente azules, como el azul profundo de las primeras visiones de la noche, aún con jirones del atardecer sobre su textura; calmos e imponentes, curiosos, consientes de su poder. La mirada fue instantánea, lo examinó con detalle en un parpadeo, como una manada de lobos que persigue un ciervo alejado de su manada, pero que sigue huyendo por mero instinto, aún sabiendo que todo está perdido, que solo es cuestión de tiempo hasta que su cuerpo sea destrozado por miles de dientes; así mismo esa mirada lo despedazó, descubriendo con un solo ademán toda la esencia de Pablo, y asqueándose de ella al instante, abandonando el cuerpo sangrante sobre la nieve de la indiferencia.

Sin embargo Pablo se acercó sin pensarlo y le indagó su nombre, a lo que ella contestó girando lentamente su cabeza hasta verlo de nuevo, pero esta vez su mirada eran solo unos ojos hermosos dirigidos en su dirección, no miraban. Pablo se estremeció, sus piernas temblaban y su corazón saltaba emocionado ante esa visión única en la vida. En su estómago sentía la misma emoción de un niño que se enamora por vez primera al descubrir la belleza hecha niña ante sus inocentes ojos. Pero solo obtuvo su silencio.

La mujer de pronto se levantó y comenzó a caminar, alejándose de él, lentamente, llevándose con ella la mirada de Pablo, que no sabía qué hacer, solo pudo ejecutar las funciones más básicas de su cuerpo: sudar a mares, temblar, respirar agitadamente; dejando un ser con la intención de no desfallecer, pero sin saber qué hacer ante la sorpresa de los acontecimientos. Unos cuantos pasos después la mujer se detuvo y volvió su cuerpo coquetamente hacia él, haciendo que el movimiento de su cabello sobre sus hombros cortara el aire de la respiración de Pablo.

Sus labios rojos, profundamente bellos, que contrastaban con la tez blanca sobre la cual se movían con fluidez, pronunciaron dos palabras mientras sus ojos, fieros, llenos de deseo, lo miraban atentamente:

-- ven conmigo…


Pablo no pudo resistirse a la invitación, ni siquiera lo intentó, solamente acató la orden, y caminó perdido tras ella, siguiendo el aroma de su cuerpo. La belleza de ese cuerpo lo seguía hipnotizando, él miraba ese cuerpo delgado, al que la ropa acariciaba a cada paso, y sus caderas moviéndose rítmicamente. Solo eso le hubiera bastado por el resto de su vida.

Entraron en un edificio recién construido, no había portero, y la noche seguía igual de solitaria que siempre, solo las estrellas y el cielo nublado eran testigos de cómo aquel hombre era arrastrado hacia el lecho por un trozo que la noche había extraviado. Subieron dos pisos por las escaleras, y abrieron la puerta de una de las habitaciones. Y entre el ritmo sensual y el movimiento primigenio de la vida, se consumió la noche.


El sol aparece como todos los días detrás de unos polvorientos edificios del centro de la ciudad, un nuevo día se despereza, muestra su calidez y entusiasmo haciendo un espectáculo en el cielo, un bello crepúsculo que se filtra perezosamente a través de las cortinas de una habitación de motel, y lentamente va iluminando lo que puede a su paso, y halla por accidente en su camino una cama con las sábanas blancas como la espuma de las olas sobre un acantilado, y sobre su regazo, descansando para siempre, el cadáver de un hombre desangrado, solitario, y abandonado, utilizado por la noche para saciar su apetito.